¡Bah, un borracho! 1
Aquella alegre mañana era tal vez la más triste para el pobre tísico.
El sol brillaba intensamente, enriqueciendo, con fulgores de oro, la
bella ciudad de Los Ángeles 2.
Hacía algunas semanas que Santiago había sido despedido
del trabajo. Estaba tísico hasta la médula, y el “buen” burgués, que lo
explotaba desde hacía largos años, tuvo a bien ponerlo de patitas en la
calle tan pronto como comprendió que los débiles brazos de su esclavo no
podían ya darle las buenas ganancias de antaño.
Cuando muchacho, Santiago trabajó con ahínco. Soñaba, el
pobre, lo que sueñan otros muchos pobres: llegar a ganar un salario que
le permitiera ahorrar algunos centavos con que pasar los últimos días de
su vida.
Santiago ahorró. Se “amarró” la tripa y logró, de esa
manera, acumular algunas monedas; pero cada moneda que ahorraba
significaba una privación; de tal suerte que, si la alcancía se iba
llenando de monedas, las arterias del cuerpo se encontraban cada vez más
pobres de sangre.
“No ahorraré más”, dijo valerosamente Santiago un día que
comprendió que su salud iba en descenso. En efecto no ahorró más, y, de
ese modo, pudo prolongar su agonía. El salario aumentaba, no cabía duda
que aumentaba. Varias huelgas hechas por los de su gremio, habían dado
por resultado el aumento de los salarios; pero —¿cuándo faltará un
pero?— si bien los salarios eran mejores que antes, los artículos de
primera necesidad habían alcanzado un costo que hacía ilusoria la
ventaja obtenida con el sacrificio de la huelga, que supone hambre, frío
en el hogar, palizas de los polizontes y aun la cárcel y la muerte en
los choques con los miserables rompehuelgas.
Pasaban los años y el salario subía, y el costo de los
artículos de primera necesidad subía, subía, al mismo tiempo que la
familia del pobre Santiago aumentaba. El número de horas de trabajo se
había reducido a ocho, gracias, también, a las huelgas; pero—otra vez el
pero—la tarea que tenía que desempeñar en ocho horas era la misma,
exactamente la misma que antes desempeñaba en diez o doce horas, de
manera que tenía que poner en juego toda su habilidad, toda su fuerza,
toda la experiencia adquirida en su vida de trabajador para salir
avante. El “lunch” frío, engullido precipitadamente en los pocos minutos
del mediodía; la tensión nerviosa, a que sujetaba su cuerpo para no
perder un movimiento de la máquina; la suciedad y la escasa ventilación
del taller; el ruido atormentador de la maquinaria; la pobre
alimentación que podía obtener, dada la carestía de los comestibles; la
pobre habitación en que dormía con su numerosa familia, sin lumbre, sin
confortables abrigos; la intranquilidad que abrumaba su espíritu al
pensar sobre el porvenir de su familia, todo, todo conspiraba contra su
salud. Quiso ahorrar otra vez, pensando dejar algo a su familia cuando
él muriera. Pero ¿qué ahorraba? Limitó, los gastos de la familia hasta
su extremo límite; mas vio, con espanto, que sus pobres hijitos perdían
el color rosado de sus mejillas, y él mismo se sentía desfallecer.
Se encontró, pues, Santiago, en presencia de este dilema
que, si no es de hierro, no se sabe de qué pueda ser: ahorrar a costa de
la salud de los suyos para dejarles algunas monedas al morir, monedas
que tendrían que ser invertidas en medicinas para combatir la anemia de
la prole, o bien no ahorrar para que se alimentase mejor su familia, la
cual quedaría sin un centavo cuando él faltase. Y entonces pensaba en el
desamparo de los suyos, en la posible prostitución de sus hijas, en el
probable “crimen” de sus amados hijos para obtener una torta de pan, en
el duelo amarguísimo de su noble compañera.
Entretanto la tisis hacía progresos en su traqueteado
cuerpo. Los amigos huían de él, temerosos de contraer la enfermedad. El
burgués lo retenía aún en su taller porque todavía podía trabajar,
porque todavía podía arrancar a aquel desventurado esclavo buenas sumas
de dinero.
Llegó, empero, el momento en que Santiago ya no era útil
ni para Dios ni para el Diablo, y aquel burgués que le palmeaba la
espalda cuando, rendido de fatiga, dejaba el taller por las tardes
después de haber hecho más rico al amo y haberse hecho él más pobre de
salud, lo expulsaba ahora del taller porque ya no era negocio tenerlo
ahí: producía muy poco.
Con las lágrimas en los ojos llegó Santiago a su hogar una
tarde en que la naturaleza y las cosas mismas reían. Los niños
jugueteaban en las calles; los pajarillos picoteaban aquí y allá en el
piso de asfalto; los perros, con sus ojos inteligentes y simpáticos,
contemplaban el paso de los transeúntes, incapaces de adivinar la pena o
la alegría que habitaba en cada corazón humano. Los caballos barrían,
con sus colas, las tercas moscas que acosaban sus flancos lustrosos; los
muchachitos vendedores de periódicos alegraban la escena con sus gritos
y sus picardihuelas; el sol se disponía a tenderse en su lecho de
púrpura. ¡Cuánta belleza afuera! ¡Cuánta tristeza en el hogar de
Santiago!
Entre accesos de tos, entre suspiros profundísimos, entre
sollozos desgarradores, Santiago comunicó a su leal compañera la triste
nueva: “Mañana ya no tendremos pan…”
¡Oh, reinado de la igualdad social, cuánto tardas en llegar!
Todo lo empeñable fue a dar al montepío; se llaman
montepíos esas cuevas de bandidos protegidos por… ¡la ley! Al montepío
fueron a dar, una a una, las modestas alhajitas que habían tenido,
transmitiéndose de padres a hijos en esa raza de humildes; al montepío
fueron a dar aquellos pañalones con que luciera su palmito la madre de
la compañera allá en sus mocedades, y que se guardaban como queridas
reliquias; al montepío fueron a parar la primorosa pintura, único lujo
de la destartalada estancia que era, a la vez, cocina, comedor, sala de
recibir visitas y… alcoba; al montepío fueron a parar hasta las prendas
de ropa más humildes.
La enfermedad, entretanto, no perdía tiempo: trabajaba,
trabajaba sin descanso, socavando los pulmones de Santiago. Masas
negruzcas salían de la boca del enfermo a cada acceso de tos. La mala
alimentación, la tristeza y la falta de asistencia médica tenían al
enfermo a la orilla de la tumba, como vulgarmente se dice. No había más
remedio que ingresar en esa prisión a que las odiosas caridades oficial y
burguesa condenan a los seres humanos que han pasado su vida
produciendo tantas cosas bellas, tantas cosas ricas, tantas cosas
buenas, por la pitanza que pude obtenerse con el maldito salario.
Al hospital fue a dar, con su pellejo y con sus huesos, el
infortunado Santiago, mientras la noble compañera iba de fábrica en
fábrica y de taller en taller implorando por un verdugo que explotase
sus brazos. ¿Hasta cuándo, hermanos desheredados, os decidiréis a
aplastar con vuestra rebeldía, la iniquidad del actual sistema
capitalista?
En el hospital duró unos cuantos días… estaba desahuciado
por los médicos, su mal no tenía remedio, y se le confinó a la sala de
los incurables. Nada de medicinas, alimentos pobres, atención nula; esto
fue lo que la caridad pudo hacer por nuestro enfermo, mientras el
burgués que lo explotó toda su vida derrochaba, en francachelas, las
monedas ganadas a costa de la salud de aquel miserable.
Santiago pidió su baja del hospital. No tenía objeto esa
prisión, y aquella alegre mañana que, tal vez, era la más triste para el
pobre tísico, un polizonte lo arrastró, “por vago”, en un parque
público, pasando, así, de una prisión a otra.
El bello sol californiano brillaba intensamente. Las
hermosas avenidas florecían de gente bien vestida y de cara alegre;
perritos más felices que millones de seres humanos descansaban en los
brazos de lindas y elegantes señoras burguesas, que andaban de compras
mientras Santiago, en el carro de la policía, oía, de vez en cuando,
esta exclamación: “¡Bah, un borracho!”
1 Regeneración, 4ta. época, núm. 35, 29 de abril de 1911; p. 2.
2 Refiérese a Los Ángeles, California, E. U. A.
Tomado de: http://archivomagon.net/obras-completas/obra-literaria-1910-1917/cuentos/cuento06/
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