A la redacción de La Liberté
5 de octubre de 1872. Zurich.
Señores redactores,
Espero que después de haber publicado la sentencia de excomunión que el Congreso marxiano de la Haya acaba de lanzar contra mí, reconocerán la justicia de publicar mi respuesta. Esta es.
El triunfo del señor Marx y los suyos ha sido completo. Ciertos componentes de una mayoría que había sido preparada con mucha habilidad y cuidado, ya que no con mucho respeto por esos principios de la Moral, la Verdad y la Justicia que tan a menudo se citan en sus discursos y tan raramente se encuentran en su modo de actuar, los marxianos, se han quitado la mascara y, como es propio de unos hombres ávidos de poder, siempre en nombre de esta soberanía popular que, a partir de ahora, servirá de trampolín a todos los pretendientes al gobierno de las masas, han decretado audazmente la esclavitud del pueblo de la Internacional.
Si la Internacional no tuviese tanta vitalidad, si solamente estuviese basada, como se imaginaban, en la organización de ciertos centros directores y no en la solidaridad real de los intereses y aspiraciones efectivas del proletariado de todos los países del mundo civilizado, en la federación espontánea y libre de las secciones y federaciones obreras, independientemente de toda tutela gubernamental, los decretos de este nefasto Congreso de la Haya, encarnación descaradamente complaciente y fiel a las teorías y a la practica marxiana, hubiesen bastado para destruirla. Hubiesen convertido a esta magnífica asociación, una fundación en la que, quiero dejarlo claro, el señor Marx tan inteligente y enérgicamente ha colaborado, en algo a la vez ridículo y odioso.
¡Un Estado, un gobierno, una dictadura universal! ¡El sueño de Gregorio VII, de Bonifacio VIII, de Carlos V, de Napoleón, reproducido bajo nuevas formas, pero con idénticas pretensiones, en el campo de la democracia socialista! ¿Quien puede imaginar una burla más indecente qué ésta?
Pretender que un grupo de individuos, por inteligentes que sean y por buenas que sean sus intenciones, será capaz de convertirse en el pensamiento, el alma, la voluntad dirigente y unificadora del movimiento revolucionario y de la organización económica del proletariado de todos los países, es una herejía tal contra el sentido común y contra la experiencia histórica que uno se pregunta, asombrado, cómo puede habérsele ocurrido a un hombre tan inteligente como el señor Marx.
Por lo menos, los Papas tenían la excusa de la verdad absoluta que decían detentar por la gracia del Espíritu Santo y en el cual estaban obligados a creer. El señor Marx no puede recurrir a esta excusa y no seré yo quien cometa la injuria de pensar que él esté convencido de haber inventado científicamente algo que se acerque a la verdad absoluta. Pero si no existe ninguna verdad absoluta, no puede haber ningún dogma infalible para la Internacional, ni, consiguientemente, teoría política o económica oficial; nuestros congresos no deberían pretender asumir el papel de concilios ecuménicos proclamando principios obligatorios para todos los fieles y creyentes.
No existe más que una sola ley obligatoria para todos los miembros -individuos, secciones y federaciones- de la Internacional, ley que constituye su única y verdadera base. Se trata, en toda su extensión, en todas sus consecuencias y aplicaciones, de la solidaridad internacional de los trabajadores de todos los oficios y de todos los países en su lucha económica contra los explotadores del trabajo. En la organización real de esta solidaridad, por medio de la acción espontánea de las masas obreras y de la federación absolutamente libre -tanto más poderosa cuanto más libre- de las masas obreras de todas las lenguas y de todas las naciones, y no en su unificación por decreto bajo el yugo de un gobierno, reside exclusivamente la unidad viva y real de la Internacional.
¿Quién puede dudar que de esta organización cada vez más amplia de la solidaridad militante del proletariado contra la explotación burguesa debe surgir y surgirá efectivamente la lucha política del proletariado contra la burguesía? En este punto estamos de acuerdo con los marxianos. Pero en seguida se presencia lo que nos separa profundamente de ellos.
Nosotros pensamos que la política, necesariamente revolucionaria, del proletariado, debe tener por objeto único e inmediato la destrucción de los Estados. No comprendemos que se pueda hablar de solidaridad internacional al tiempo que se conservan los Estados, a menos que se esté soñando en un Estado universal, es decir, en la esclavitud universal, como hicieron papas y emperadores. El Estado, por su propia naturaleza, constituye una ruptura de esta solidaridad, y por consiguiente, es una causa permanente de guerra. Tampoco concebimos que se pueda hablar de la libertad del proletariado o de la liberación real de las masas en el Estado y por el Estado. Estado significa dominación, y toda dominación supone la sujeción de las masas y, por consiguiente, su explotación en beneficio de una minoría gubernamental determinada.
No admitimos, ni tan solo en calidad de transición revolucionaria, Convenciones nacionales, Asambleas constituyentes, gobiernos provisionales o dictaduras supuestamente revolucionarias; porque estamos convencidos que la revolución solo es sincera, honesta y real en el seno de las masas, y que cuando se encuentra en manos de cualesquiera gobernantes, se convierte inevitablemente e inmediatamente en la reacción. Estas son nuestras convicciones y no es éste el lugar para desarrollarlas.
Las ideas que profesan los marxianos son totalmente distintas. Los marxianos son los adoradores del poder del Estado, y necesariamente, por ello, los profetas de la disciplina política y social, los campeones del orden establecido de arriba abajo, siempre en nombre del sufragio universal y de la soberanía de las masas, a las que se reserva la felicidad y el honor de obedecer a sus jefes, a sus maestros elegidos. Los marxianos no admiten otra emancipación que la que esperan de su Estado supuestamente popular. Son tan poco enemigos del patriotismo que su propia Internacional adopta demasiado a menudo los colores del pangermanismo. Entre la política bismarckiana y la política marxiana existe, sin duda, una sensible deferencia, pero entre ellos y nosotros hay un abismo. Ellos son gubernamentales, nosotros los anarquistas.
Estas son las dos principales tendencias que separan actualmente a la Internacional en dos campos. Por un lado, hablando con propiedad, no está más que Alemania; por el otro lado, en diferentes grados, Italia, España, el Jura suizo, una gran parte de Francia, Bélgica, Holanda y en un futuro próximo, los pueblos eslavos. Estas dos tendencias se enfrentaron en el Congreso de La Haya y gracias a la habilidad del señor Marx, gracias a la artificiosa organización de su último Congreso, la tendencia germánica se llevo la victoria.
¿Quiere ello decir que cuestión tan importante ha sido resuelta? En realidad, ni siquiera ha sido discutida; la mayoría, al votar como un regimiento bien disciplinado, aplastó con su voto toda posible discusión. Por ello, la contradicción persiste, más viva y amenazadora que nunca, y el propio señor Marx, a pesar de la borrachera del triunfo, no piensa haber salido tan bien parado. Pero si por un momento llegó a concebir tan loca esperanza, la protesta solidaria de los delegados jurasianos, españoles, belgas y holandeses (para no hablar de los italianos, que ni siquiera se dignaron a asistir a este Congreso ostensiblemente falsificado), protesta moderada en su forma pero enérgica y significativa en su fondo, le habrán desengañado rápidamente.
Evidentemente, esta protesta, por sí misma, no es más que un débil anticipó de la formidable oposición que va a desatar en todos los países verdaderamente imbuidos del principio y de la pasión de la revolución social. Y toda esta tempestad habrá sido provocada por la desgraciada preocupación de los marxianos de hacer de la cuestión política una base, un principio obligatorio de la Internacional.
Efectivamente, en la actualidad no hay conciliación posible entre las dos tendencias arriba indicadas. Tan solo la practica de la revolución social, nuevos acontecimientos históricos o la lógica de los hechos podrán llevarlas tarde o temprano a una solución común; nosotros, firmemente convencidos de la bondad de nuestro principio, esperamos que entonces los propios alemanes -los trabajadores de Alemania, no sus jefes- acabarán por unirse a nuestras filas para demoler esas cárceles de los pueblos que llaman Estados y para condenar la política que, efectivamente, no es sino el arte de dominar y explotar a las masas.
Pero hasta entonces, ¿qué debemos hacer? Ya que actualmente la solución y la conciliación en el terreno político son imposibles, hay que aguantarse mutuamente dejando a cada país el indiscutible derecho de seguir las tendencias políticas que más le gusten o que mejor adaptadas le parezcan a su situación particular. Abandonando, por consiguiente, todas las cuestiones políticas del programa obligatorio de la Internacional, hay que buscar la unidad de esta gran asociación únicamente en el terreno de la solidaridad económica. Esta solidaridad nos une, mientras que las cuestiones políticas, fatalmente nos separan.
Es cierto que ni los italianos, ni los españoles, ni los jurasianos, ni los franceses, ni los belgas, ni los holandeses, ni los pueblos eslavos, enemigos históricos del pangermanismo, ni siquiera el proletariado de Inglaterra y América, se someterán jamás a las tendencias políticas que impone hoy al proletariado de Alemania la ambición de sus jefes. Pero aún suponiendo que, debido a esta desobediencia, el nuevo Consejo general inhabilite a todos estos países y que un nuevo concilio ecuménico de los marxianos los excomulgue y los declare expulsados del seno de la Internacional, ¿acaso por ello la solidaridad económica que existe necesariamente, naturalmente, fácticamente, entre el proletariado de todos estos países y el de Alemania, se vera disminuida? Si los obreros de Alemania hacen una huelga, si se rebelan contra la tiranía económica de sus patronos o contra la tiranía política de un gobierno que es el protector natural de los capitalistas y demás explotadores del trabajo popular, ¿se quedara el proletariado de todos los países excomulgados con los brazos cruzados, asistiendo indiferente a esta lucha? No, les prestará todo su dinero, su poco dinero, y lo que es más, dará su sangre a sus hermanos alemanes, sin pedirles que previamente le digan cuál es el sistema político en el que deberán creer que se debe buscar su liberación.
Ahí es donde se encuentra la verdadera unidad de la Internacional: en las aspiraciones comunes y en el movimiento espontáneo de las masas populares de todos los países, y no en un gobierno ni en una teoría política uniforme impuesta por un Congreso general. Esto es tan evidente que para no verlo es preciso estar ciego por la pasión del poder.
Comprendo que los déspotas, coronados o no, hayan podido soñar en empuñar el cetro del mundo. ¿Pero qué decir de un amigo del proletariado, de un revolucionario que pretende seriamente perseguir la emancipación de las masas, y que, creyéndose director y árbitro supremo de todos los movimientos revolucionarios que pueden estallar en diferentes países, se atreve a pensar que el proletariado de todos estos países se someterá a un único pensamiento salido de su propio cerebro?
Estoy convencido de que el señor Marx es un revolucionario auténtico, si no siempre sincero, y que realmente persigue la sublevación de las masas; pero también me pregunto, ¿cómo puede no darse cuenta de que el establecimiento de una dictadura universal, colectiva o individual, de una dictadura que sería obra de un ingeniero jefe de la revolución mundial, controlando y dirigiendo el movimiento insurreccional de las masas en todos los países como quien dirige una máquina, bastaría para aplastar la revolución, para paralizar y adulterar todos los movimientos populares? ¿Quién es el hombre, cuál es el grupo de individuos, por grande que sea su genio, que se atreve a jactarse de poder tan sólo abarcar y comprender la infinita multitud de intereses, tendencias y acciones tan diversas según los países, provincias, localidades y oficios, y cuyo conjunto inmenso, unido pero no uniformado por una gran aspiración común y por unos cuantos principios fundamentales que han penetrado en la conciencia de las masas, constituirá la futura revolución social?
¿Y qué pensar de un Congreso internacional que, diciendo defender los intereses de esta revolución, impone al proletariado de todo el mundo civilizado un gobierno investido de poderes dictatoriales, con el derecho inquisitorial y pontificial de suspender federaciones regionales y de prohibir naciones enteras en nombre de un principio supuestamente oficial que no es otro que el propio pensamiento del señor Marx, transformado por el voto de una mayoría artificial en una verdad absoluta? ¿Qué pensar de un Congreso que, seguramente para hacer aún más ostensible su locura, relega a América a este gobierno dictatorial, tras haberlo compuesto de hombres probablemente honrados pero oscuros, suficientemente ignorantes y absolutamente desconocidos? ¿Tendrán razón nuestros enemigos burgueses cuando se burlan de nuestros congresos y cuando pretenden que la Asociación Internacional de los Trabajadores solo combate las viejas tiranías para implantar otra nueva tiranía y que, para reemplazar dignamente este mundo absurdo quiere crear otro igualmente absurdo?
Si queremos salvar el honor de la Internacional, ¿no debemos apresurarnos a proclamar bien alto que este desdichado Congreso de La Haya, lejos de haber sido la expresión de las aspiraciones de todo el proletariado de Europa, no ha sido, en efecto, a pesar de todas las apariencias de regularidad con que ha querido rodearse, más que el triste producto del engaño, de la intriga y de un indecente abuso de la confianza y la autoridad que habíamos concedido, desgraciadamente durante mucho tiempo, al difunto Consejo general? En realidad, aquel Congreso no fue el de la Internacional, sino el del Consejo general, cuyos miembros marxianos y blanquistas, que formaban aproximadamente la tercera parte del total de delegados y que arrastraron consigo, por un lado, al bien disciplinado batallón de los alemanes, y por otro, a unos cuantos franceses despistados, habían ido a La Haya no a discutir las condiciones de la emancipación del proletariado, sino a establecer su dominación sobre la Internacional.
El señor Marx, más hábil y astuto que sus aliados blanquistas, les engaño, como anteriormente el señor Bismarck había engañado a los diplomáticos del imperio y de la Republica francesa. Los blanquistas habían ido a La Haya con la evidente esperanza, sin duda propiciada por el propio señor Marx, de poderse asegurar la dirección del movimiento socialista en Francia por medio del Consejo general, del cual pensaban seguir siendo miembros influyentes. Al señor Marx no le gusta compartir el poder, pero es más que probable que hubiese hecho positivas promesas a sus colegas franceses, sin cuyo concurso no hubiese podido obtener la mayoría en el Congreso de la Haya. Pero después de haberse servido de ellos, los ha despedido sin contemplaciones y, según un plan previamente preparado con sus amigos íntimos, ha relegado el Consejo general a Nueva York, dejando a sus viejos aliados, los blanquistas, en la desagradable situación de conspiradores víctimas de su propia conspiración. Dos fracasos así, en un intervalo tan corto de tiempo, no favorecen demasiado al espíritu francés.
Pero cabe preguntarse, ¿no se habrá arrebatado a sí mismo la corona el señor Marx al enviar al Nueva York el gobierno de la Internacional? En absoluto. Sería injurioso suponer que se ha tomado en serio este gobierno o que ha querido dejar en manos débiles e inexpertas los destinos de la Internacional, de la que se considera a sí mismo, en cierto modo, como el padre y el maestro. Su ambición puede llevarle a perjudicar enormemente a la Internacional, es cierto, pero nunca llegaría a desear su destrucción; ¿y no sería una causa cierta de destrucción confiar poderes dictatoriales a unos hombres incapaces? ¿Cómo se explica esta contradicción?
La explicación es muy sencilla para quienes saben o adivinan que a la sombra del gobierno oficial aparente, de Nueva York, se ha establecido el gobierno anónimo de los que se denominan a sí mismos agentes absolutamente irresponsables, oscuros, pero en realidad muy poderosos, de este gobierno en Europa. Para decir las cosas con claridad, el poder oculto y real del señor Marx y sus allegados. Todo el secreto de las intrigas de La Haya se encuentra aquí. Explica la actitud triunfalista y tranquila del señor Marx, que cree que ahora la Internacional está en sus manos; y, a menos de que todo esto no constituya una gran ilusión por su parte, tiene razones para estar contento, pues podrá degustar en secreto los divinos placeres del poder, descargando todo lo que de odioso e inconveniente tiene sobre el desgraciado Consejo general de Nueva York.
Para convencerse de que ésta es realmente la esperanza, la idea de Marx, no hay más que leer con un poco de atención uno de los números se septiembre del Volksstaat, el órgano principal del partido de la democracia socialista de los obreros alemanes, que, como tal, recibe la inspiración directa del señor Marx. En un artículo semioficial, se cuentan, con una ingenuidad y una torpeza típicamente alemanas, todas las razones que han llevado al dictador de este partido y a sus amigos más íntimos a trasladar el gobierno de la Internacional desde Londres a Nueva York. Para el cumplimiento de este golpe de Estado hubo, principalmente, dos motivos.
El primero era la imposibilidad de ponerse de acuerdo con los blanquistas. Si el señor Marx está imbuido, desde la cabeza a los pies, del instinto pangermánico, que tan considerable desarrollo ha alcanzado en Alemania desde las conquistas de Bismarck, los blanquistas son, ante todo, patriotas franceses. La ignorancia y el desprecio que sienten por Alemania, como conviene a verdaderos franceses, les permitía abandonar su gobierno absoluto al señor Marx, pero por nada del mundo hubiesen cedido el de Francia, que les estaba naturalmente reservado a ellos. Pero precisamente, el señor Marx, como buen alemán, lo que más codicia es esta dictadura en Francia, mucho más que la dictadura en Alemania.
Por muchos éxitos materiales o incluso políticos que los alemanes consigan frente a los franceses, siempre se sentirán moralmente inferiores a ellos. Este invencible sentimiento de inferioridad es la fuente eterna de la que brotan todos los celos, todas las antipatías, pero también todas las codicias brutales o enmascaradas que excita en ellos la simple mención de este nombre: Francia. Un alemán no cree que el mundi ha reconocido su valor hasta que su reputación, su gloria y su nombre han sido reconocidos en Francia. Desde siempre, la idea más ardiente y más secreta de todos los alemanes ilustres ha sido la de ser reconocidos por la opinión pública de esta nación, sobre todo, por la de París. Gobernar Francia, y a través de ella, gobernar la opinión publica del mundo entero. ¡Qué gloria y, sobre todo, qué poder!
El señor Marx es un alemán demasiado inteligente, pero también demasiado vanidoso y orgulloso para no haberse dado cuenta de ello. No hay una sola coquetería que no haya puesto en práctica para ser aceptado por la opinión revolucionaría y socialista de Francia. Al parecer, en parte logró lo que pretendía, pues los blanquistas, llevados por su propia ambición a buscar la alianza de este pretendiente a dictador de la Internacional, se dejaron engañar; y gracias a su todopoderosa protección se convirtieron en miembros del Consejo general de Londres.
Al principio, este acuerdo debía ser perfecto, ya que, autoritarios y enamorados del poder unos y otros, estaban unidos por su común odio contra nosotros, los adversarios irreconciliables de todo poder y de todo gobierno y, por consiguiente, también del que ellos pretendían imponer en la Internacional. Pero su alianza no podía durar eternamente, pues si el señor Marx no estaba dispuesto a compartir su poder y ellos no querían conceder a nadie el derecho a establecer una dictadura en Francia, su amistad tenia que terminar. Por ello, incluso antes de que se celebrase el Congreso de La Haya, cuando todo parecía ir bien entre ellos, el señor Marx y sus íntimos colaboradores habían decidido la expulsión de los blanquistas del Consejo general. El Volksstaat lo confiesa llanamente y añade que, ya que era imposible alejarles del Consejo general mientras éste estuviese en Londres, había que trasladarlo a América.
La otra razón, igualmente confesada por el Volksstaat, es la manifiesta insubordinación de los obreros de Inglaterra. Esta confesión le ha tenido que resultar muy penosa al señor Marx, pues equivale a un gran fracaso. Al margen de su ciencia económica, indiscutiblemente muy seria, muy profunda, y junto a su talento, igualmente notable e indiscutible, de intrigante político, el señor Marx, para magnetizar y dominar a sus compatriotas, ha tenido siempre dos cuerdas en su arco: una francesa y otra inglesa. La primera consistía en una imitación bastante desafortunada del espíritu francés, la otra en una simulación un poco más lograda de la razón práctica de los ingleses. El señor Marx ha pasado mas de veinte años en Londres, en los medios obreros ingleses. Me apresuro a añadir que al haber dedicado durante tantos años su notable inteligencia al estudio de los hechos económicos en Inglaterra, ha adquirido un conocimiento muy detallado y muy profundo de las relaciones económicas entre el capital y el trabajo en este país. Todos sus escritos lo atestiguan, y si hacemos abstracción de cierta jerga hegeliana de la que no ha sabido desprenderse, nos daremos cuenta de que, con la aparente excusa de que los demás países al estar más atrasados desde el punto de vista de la gran producción capitalista, lo están también con respecto a la revolución social, el señor Marx sólo se preocupa de lo que pasa en Inglaterra. Se diría que es un ingles escribiendo para los ingleses.
Indudablemente, esto no constituye un gran mérito desde el punto de vista del internacionalismo, pero al menos se podría deducir de ello que el señor Marx ejercía una influencia tan saludable como legítima sobre los obreros ingleses; y, en efecto, durante mucho tiempo parece haber existido una gran confianza mutua y una gran intimidad entre él y buen número de obreros ingleses notablemente activos, lo que hacía pensar a todo el mundo que, en general, gozaba de una autoridad considerable en Inglaterra, lo que no dejaba de aumentar su prestigio en el continente. Se esperaba, pues, con tanta impaciencia como confianza, en toda la Internacional, el momento en que, gracias a su inteligente y enérgica propaganda, el millón de trabajadores que forman hoy la formidable asociación de las Trade Unions pasarían con armas y bagajes a nuestro campo.
Esta esperanza está a punto de realizarse, al menos en parte. Acaba de formarse una Federación inglesa, formalmente adherida a la Internacional. Pero, ¡que extraño! El primer acto de esta Federación ha sido el de romper abiertamente toda relación de solidaridad con el señor Marx; y a juzgar por lo que se adivina en el Volksstaat y, sobre todo, en las amargas palabras, en las injurias que el señor Marx lanzó imprudentemente, en el congreso de La Haya, al rostro de los trabajadores ingleses, se llega a la conclusión de que el proletariado de la Gran Bretaña rechaza decididamente inclinarse ante el yugo del dictador socialista de Alemania. ¡Estar cortejando a un pueblo durante veinte años para esto! ¡Haber cantado en todos los tonos miles de alabanzas a los trabajadores ingleses, haberlos presentado como modelos a imitar por el proletariado de todos los países, y verse obligado de repente a maldecirlos y a considerarlos traidores vendidos a la reacción! ¡Qué contratiempo y qué desastre, no para los obreros ingleses, sino para el señor Marx!
Un desastre, por lo demás, perfectamente merecido. El señor Marx había estado engañando durante demasiado tiempo a los miembros ingleses del Consejo general. Aprovechándose en parte de su ignorancia con respecto a los asuntos del continente y en parte, también, de la lamentable indiferencia que mostraban hacia los mismos, durante muchos años les hizo aceptar lo que quiso. Al parecer, existía, entre el señor Marx y estos miembros ingleses, una especie de acuerdo tácito conforme al cual el señor Marx no debía inmiscuirse en las cuestiones propiamente inglesas, o debía hacerlo solamente en la medida en que ellos lo consintiesen; en contrapartida, le dejaban a él la dirección de toda la Internacional en el continente, que les interesaba muy poco. Por el honor de estos ciudadanos, hay que suponer que tenían una confianza absoluta en la lealtad y en la justicia del señor Marx.
Hoy sabemos hasta que punto abusó el señor Marx de esta confianza. Sabemos que todos los asuntos de la Internacional, mejor dicho, todas las intrigas y maquinaciones llevadas a cabo en nuestra gran asociación en nombre del Consejo general, fueron pensadas y dirigidas por un circulo de íntimos del señor Marx, compuesto casi exclusivamente de alemanes y que desempeñaba en cierto modo las funciones de un comité ejecutivo: este comité lo sabia todo, lo decidía todo, lo hacía todo. Los demás miembros, que constituían una mayoría en el Consejo general, no sabían, en cambio, absolutamente nada. La complacencia hacia ellos llegó al punto de ahorrarles el trabajo de hacerles firmar las circulares del Consejo general; ellos firmaban en su nombre, de modo que, hasta el último momento, no se dieron cuenta de las abominaciones de las que se estaban haciendo responsables sin saberlo.
Es fácil imaginarse el partido de que deberían sacar de una situación tan favorable hombres como el señor Marx y sus amigos, políticos demasiado hábiles para detenerse ante ningún escrúpulo. No hace falta decir, me parece, cuál era el objetivo de la intriga: el establecimiento de la dictadura revolucionaria del señor Marx en Europa, por medio de la Internacional. Cual nuevo Alberoni, el señor Marx se sentía suficientemente audaz como para concebir y realizar una idea como ésta. En cuanto a los medios para su ejecución, he de observar que en su último discurso de Ámsterdam, habló de ellos con una ligereza y un desdén muy poco sinceros. Es cierto lo que dijo de que para someter al mundo no dispone de ejércitos, de finanzas, de fusiles ni de cañones Krupp. Pero, en cambio, dispone de un notable genio para la intriga y de una decisión que no se para ante ninguna villanía; tiene, además, a su servicio, a un numeroso cuerpo de agentes, jerárquicamente organizados y que actúan secretamente en cumplimiento de sus ordenes directas; una especie de francmasonería socialista y literaria en la cual sus compatriotas, los judíos alemanes o los otros, desempeñan un papel considerable y despliegan un celo digno de mejor causa. Y finalmente, hasta hoy ha dispuesto también del gran nombre de la Internacional, que ejerce un influjo casi mágico sobre el proletariado de todos los países, y del que se ha servido, durante demasiado tiempo, para realizar sus ambiciosos proyectos.
En 1869, y sobre todo en 1871, el señor Marx entró en campaña. Hasta la celebración del Congreso de Basilea (septiembre de 1869) supo ocultar sus proyectos. Pero las resoluciones de este Congreso excitaron su cólera y sus temores, por lo que ordenó a todos sus siervos que desencadenasen un ataque general y furioso contra aquellos a quienes desde este momento se hicieron objeto de su odio irreconciliables adversarios de su principio y de su dictadura. El fuego se abrió sucesivamente contra mis amigos y contra mí, sobre todo contra mí, primero en Paris, después en Leipzig y Nueva York y finalmente en Ginebra. En lugar de balas, los artilleros marxianos disparan lodo. Fue un diluvio de calumnias estúpidas e inmundas.
Durante la primavera de 1870 yo ya sabía, pues el señor Outine (un pequeño judío ruso que mediante toda clase de villanías trata de ganarse un lugar en esta pobre Internacional de Ginebra) lo contaba a quien quisiera escucharle, que el señor Marx le había escrito una carta confidencial en la que le recomendaba que recogiese todos aquellos hechos que pudiesen perjudicarme, mejor dicho, todos aquellos cuentos y acusaciones, por odiosos que fuesen, con apariencias de prueba, añadiendo que si tales apariencias eran plausibles no dudaría en utilizarlas contra mí en el próximo Congreso. En este momento se empezó a fraguar la famosa calumnia, basada en mis antiguas relaciones con el desgraciado Netchaev, relaciones de las que todavía no puedo hablar, y que los marxianos de la comisión investigadora acaban de utilizar para dictar en el Congreso marxiano de La Haya el decreto, previamente preparado, de mi expulsión.
Para que se vea la buena fe de los agentes y de los periódicos marxianos, permítaseme contar otra anécdota. Estoy tan acostumbrado a ser sistemática y regularmente difamado en casi cada número del Volksstaat que normalmente ya no me molesto en leer las tonterías que escribe contra mí. A modo de excepción, mencionaré uno de ellos, que mis amigos me hayan hecho llegar, y que es muy apropiado para resaltar la lealtad y veracidad del señor Marx. El respetable periódico de Leipzig, órgano oficial del Partido de la democracia socialista en Alemania, parece haberse propuesto la misión de probar que yo soy nada menos que un agente a sueldo del gobierno ruso. Con este objetivo, ha publicado los hechos mas inauditos, por ejemplo, que yo y también mi compatriota, ya muerto, Alexander Herzen, recibíamos considerables subsidios de un comité paneslavista con sede en Moscú, bajo la dirección inmediata del gobierno de San Petesburgo, y que tras la muerte de Herzen, yo me vi favorecido pues mi pensión se multiplicó por dos. Como comprenderán, ante esta clase de hechos, yo no tengo nada que decir.
En el número 71 (4 de septiembre de 1872) del Volksstaat se cuenta la siguiente anécdota: En 1848, cuando Bakunin se encontraba en Breslau, donde los demócratas alemanes habían cometido la ingenuidad de aceptarle confiados, desconociendo que se dedicaba a hacer propaganda paneslavista, un periódico de Colonia, el New Rheinische Zeitung, redactado por los señores Marx y Engels publicó una nota de París en la que se decía que la señora George Sand se había expresado de manera inquietante en relación con Bakunin, advirtiendo que era necesario tener cuidado, pues nadie sabía quién era ni qué pretendía, afirmando, en pocas palabras, que se trataba de un personaje equívoco, etc., etc. El Volksstaat añade por su cuenta que Bakunin nunca replicó a pesar de lo directa que era la acusación y que, al contrario, se había eclipsado, refugiándose en Rusia inmediatamente después de la publicación de dicha nota, refugio que no había abandonado hasta 1849 para tomar parte, en Alemania, seguramente como agente provocador, en el movimiento insurreccional de Dresde.
La verdad de los hechos es ésta: efectivamente, los señores Marx y Engels publicaron esta nota de París contra mi persona, lo que sólo prueba que ya entonces les movía hacia mí un tierno cariño y que ya estaban animados de este mismo espíritu de lealtad y justicia que hoy les distingue. No me parece necesario contar aquí los hechos que me valieron tanta benevolencia por su parte; pero hay algo que sí creo debe decirse, ya que el Volksstaat olvidó hacerlo: en 1848 yo era más joven, más impresionable y por consiguiente, mucho menos experto e indiferente que hoy, por lo que apenas hube leído la nota parisiense del periódico de los señores Marx y Engels, me apresuré a escribir una carta a la señora George Sand, que entonces era mucho más revolucionaria de lo que hoy puede parecer, y por la que yo profesaba una sincera y viva admiración. Esta carta, en la que le pedía explicaciones por las afirmaciones que se suponía había vertido con respecto a mí, se la entregó mi amigo Adolphe Reichel, actualmente director de música de Berna. La señora Sand me escribió una carta encantadora en la que me expresaba su leal amistad. Al mismo tiempo, dirigió a los señores Marx y Engels una enérgica carta pidiéndoles cuentas del abuso de nombre que habían cometido para calumniar a su amigo Bakunin, por quien manifestaba sentir gran aprecio y estimación. Por mi parte, le rogué a un amigo, el polaco Koscielski, que tenía que dirigirse a Colonia a efectuar unas gestiones personales, que en mi nombre exigiese de los señores redactores de la Nueva Gaceta Renana una retractación pública o, en su defecto, una satisfacción con las armas en la mano. Bajo esta doble presión, los citados señores se mostraron muy amables, muy condescendientes. Publicaron la carta que les había dirigido la señora Sand -una carta muy desagradable para su amor propio- y añadieron unas líneas en las que lamentaban que, en su ausencia, se hubiesen publicado en su periódico una insensata nota dirigida contra el honor de su “amigo Bakunin”, hacia el cual sentían también gran estima y consideración. Se comprenderá que después de una declaración como ésta – que el Volksstaat puede encontrar en uno de los números de julio o agosto de la Nueva Gaceta Renana de 1848, así como en la memoria de los señores Marx y Engels, que evidentemente no serán tan estúpidos de negarlo- yo no haya creído necesario pedir ninguna otra satisfacción. En cuanto a mi supuesta desaparición en Rusia, estos señores saben mejor que nadie que yo no abandoné Alemania hasta 1850, cuando, después de pasar un año de residencia forzosa en la fortaleza de Koenigstein, fui transportado, encadenado, a Praga primero y después Olmutz, desde donde, en 1851, todavía encadenado, me llevaron a San Petesburgo.
Realmente me repugna verme obligado a contar todas estas historias. Lo hago hoy por primera y última vez para que el público vea con que clase de gentes estoy condenado a luchar. Su encarnizamiento contra mí, que nunca les he atacado personalmente, que ni siquiera he hablado de ellos y que sistemáticamente me he abstenido de responder a sus inmundas agresiones, esta odiosa persistencia con la que, desde mi huida de Siberia en 1861, se esfuerzan en calumniarme y difamarme en su correspondencia privada y en todos los periódicos, constituye para mí un fenómeno tan extraño que todavía no he llegado a entenderlo. Lo que están haciendo contra mí no es solamente odioso y repugnante, sino estúpido. ¿Cómo no se dan cuenta de que atacándome con este encarnizamiento están haciendo por mí mucho más de lo que yo mismo soy capaz de hacer? Todas sus asquerosas patrañas, difundidas con un odio tan apasionado, por todas partes del mundo, caerán naturalmente por su propio y absurdo peso, pero mi nombre quedará y a él, a este nombre que será conocido gracias a su contribución, se vinculará la gloria real y legítima de haber sido el adversario implacable e irreconciliable no de sus personas, con las que no me meto, sino de sus autoritarias teorías y de su ridícula y odiosa pretensión a la dictadura mundial. Si yo fuese un vanidoso, un ambicioso, un orgulloso, lejos de enfadarme por todos sus ataques, les estaría infinitamente agradecido, pues, esforzándome en denigrarme, están consiguiendo lo que nunca ha estado en mis intenciones ni en mis gustos: cimentar mi fama.
En marzo de 1870, siempre en nombre del Consejo General y con la firma de todos sus miembros, el señor Marx, lanzó contra mí una circular difamatoria, redactada en francés y en alemán, y dirigida a las Federaciones regionales. Sólo supe de la existencia de esta circular hará aproximadamente seis o siete meses, con ocasión del último proceso de los señores Liebknecht y Bebel, en el cual figuraba y en el que fue públicamente leída como pieza de cargo contra ellos. En este memorándum dirigido, al parecer, exclusivamente contra mí y cuyos detalles concretos ignoro, el señor Marx recomienda entre otras cosas a sus íntimos el trabajo subterráneo en la Internacional; a continuación dirige sus ataques contra mí, y entre otras muchas cosas divertidas, me acusa de haber fundado en la Internacional, y con el fin evidente de destruirla, una perniciosa sociedad secreta denominada la Alianza. Pero lo que ya es el colmo del ridículo es que, mientras yo estaba tranquilamente en Locarno, alejado de todas las secciones de la Internacional, el señor Marx me acusaba de llevar a cabo una terrible intriga -que fácil es equivocarse al juzgar a los hombres-, una intriga cuya finalidad sería la de conseguir el traslado del Consejo general desde Londres a Suiza, con la evidente intención de establecer allí mi dictadura. La circular acaba con una demostración muy erudita y totalmente triunfalista de la necesidad -que hoy, al parecer, ya no lo es- de mantener el Consejo general en Londres, ciudad que, hasta el Congreso de la Haya, le ha parecido al señor Marx el centro natural, la verdadera capital del comercio mundial. Parece que ha dejado de serlo en cuanto los obreros ingleses se han rebelado contra Marx, o mejor, desde que han descubierto sus aspiraciones a la dictadura y que se han dado cuenta de los hábiles medios que ponía en marcha para conseguir hacerla efectiva.
Pero fue a partir de septiembre de 1871, época de la famosa Conferencia de Londres, cuando empezó la guerra decisiva, abierta, contra nosotros; tan abierta como puede ser una guerra dirigida por hombres tan diplomáticos y prudentes como el señor Marx y sus adeptos.
La catástrofe de Francia parece haber despertado en el ánimo del señor Marx fuertes esperanzas., al mismo tiempo que los triunfos de Bismarck -a quien, en una carta semioficial que tengo ante mi vista, el señor Engels, alter ego y amigo íntimo del señor Marx, presenta como un útil servidor de la revolución social- le han provocado un fuerte ataque de celos. Como alemán, se ha sentido naturalmente orgulloso, como demócrata socialista se ha consolado, juntamente con el señor Engels, pensando que, a fin de cuentas, este triunfo de la monarquía prusiana se convertiría tarde o temprano en el triunfo del gran Estado republicano y popular cuyo patrón es él; pero, como individuo, se ha tenido cruelmente herido al ver cómo otro que no era él provocaba tanto estrépito y alcanzaba tanta fama.
Apelo a la memoria de quienes tuvieron ocasión de ver y oír a los alemanes durante los años de 1870 y 1871. Por poco que se molesten en desvelar el fondo de su pensamiento a través de las contradicciones de un lenguaje equívoco, estarán de acuerdo conmigo en que, con muy pocas excepciones, no sólo entre los radicales, sino entre la inmensa mayoría de los demócratas socialistas, junto a la sincera pena que les producía asistir a la caída de una república bajo los embates de un déspota, se percibía una satisfacción general ante el espectáculo de una Francia tan hundida y una Alemania tan poderosa. Incluso entre aquellos que lucharon valientemente contra la corriente patriótica que invadió Alemania, sin excluir a hombres como Bebel y Liebknecht, que pagaron y todavía están pagando con su libertad sus enérgicas protestas contra la barbarie prusiana, en nombre de los derechos de Francia, se pueden percibir las indudables trazas que dejó éste triunfo nacional. Recuerdo, por ejemplo, haber leído en uno de los números de septiembre de 1870 del Volksstaat la siguiente frase, cuyo texto preciso, por no tener ahora mismo el número, no puedo reproducir, pero cuyo sentido y tono general no he podido olvidar porque me impresionaron vivamente: “Ahora – decía- que, a consecuencia de la derrota de Francia, la iniciativa del movimiento socialista ha pasado a Alemania, nos esperan grandes tareas”.
En estas palabras se encierra toda la doctrina, toda la esperanza, toda la ambición de los marxianos. Están seriamente convencidos de que el triunfo militar y político recientemente obtenido por los alemanes sobre Francia representa el inicio de una nueva época en la historia, partir de la cual Alemania estará llamada a jugar en todos los aspectos un papel esencial en el mundo, sin duda, a salvar al mundo. Francia y los países latinos han sido, los eslavos todavía lo son, y además son demasiado bárbaros para llegar a ser nada por sí mismos, sin la ayuda de Alemania; hoy sólo Alemania es. De todo ello resulta, entre los alemanes, un triple sentimiento. Frente a los pueblos latinos “antaño inteligentes y poderosos, pero hoy sumidos en la decadencia”, experimentan una especia de respeto misericordioso combinado con un poco de indulgencia; se muestran educados, mejor dicho tratan de mostrarse educados con ellos, ya que la educación no es una de las virtudes naturales ni una de las principales costumbres alemanas. Frente a los eslavos, simulan un desprecio en el que se oculta mucho temor; su sentimiento real hacia ellos es el odio, el odio que el opresor experimenta por el oprimido, de quien teme que se rebele. Frente a sí mismos, finalmente, se han vuelto excesivamente presuntuosos, orgullosos, y ello no les hace precisamente más simpáticos, creyendo ser capaces de hacer cualquier cosa bajo el yugo unitario – y sin duda revolucionario (añadiría sin duda el señor Engels)- de su emperador pangermánico.
Lo que el señor Bismarck ha hecho por el mundo político y burgués, el señor Marx trata de hacerlo ahora por el mundo socialista, en el seno del proletariado europeo; reemplazar la iniciativa francesa por la iniciativa y el dominio alemanes; y como, además, según él y sus discípulos, no hay doctrina alemana más avanzada que la suya, cree llegado el momento de hacerla triunfar teórica y prácticamente en la Internacional. Este ha sido el único y principal objetivo de la Conferencia reunida en Londres en septiembre de 1871.
Esta doctrina marxiana está explícitamente desarrollada en el famoso Manifiesto de los comunistas alemanes, redactado y publicado en 1848 por los señores Marx y Engels. Es la teoría de la emancipación del proletariado y de la organización del trabajo por el Estado. Al parecer, en el Congreso de La Haya, el señor Engels, temeroso de la detestable impresión causada por la lectura de determinados párrafos de este manifiesto, se apresuró a declarar que se trataba de un documento envejecido, de una teoría que ellos mismos habían abandonado. Si realmente dijo esto, no fue sincero, pues poco antes de este Congreso los marxianos difundieron este documento por todas partes. Por otra parte, está literalmente reproducido, con todos sus principales rasgos, en el programa del Partido democrático socialista de los obreros alemanes. El punto principal, que se encuentra también en el manifiesto redactado por el señor Marx en 1864 en nombre del Consejo general provisional, y que ha sido eliminado del programa de la Internacional por el Congreso de Ginebra, es el que hace referencia a la conquista del poder político por la clase obrera.
Se comprende que hombres tan indispensables como los señores Marx y Engels sean partidarios de un programa que, conservando y preconizando el poder político, habrá la puerta a todas sus ambiciones. Ya que habrá un poder político, habrá también necesariamente unos sujetos, republicanamente investidos de ciudadanos, es cierto, pero que no serán realmente sujetos, porque en cuanto tales estarán obligados a obedecer y porque sin obediencia no hay poder posible. Se me objetará que no obedecerán a los hombres, sino a las leyes promulgadas por ellos mismos. Pero yo afirmo que todo el mundo sabe de que manera, en los países más democráticos, más libres, más políticamente gobernados, hace el pueblo las leyes, y lo que en ellos significa obedecer a la ley. Cualquiera que no tenga la costumbre de confundir la ficción con la realidad deberá reconocer que, incluso en estos países, el pueblo no obedece las leyes promulgadas por sí mismo, sino las leyes que alguien ha promulgado en su nombre, y que obedecer dichas leyes no significa otra cosa que someterse a la arbitrariedad de una minoría tutelar y gobernante cualquiera o, lo que es lo mismo, que ser libremente esclavo.
Hay en este programa otra expresión que nos es francamente antipática a los anarquistas revolucionarios que perseguimos francamente la completa emancipación popular; se trata del proletariado, el mundo de los trabajadores presentado como clase dominante, y no como masa. ¿Saben ustedes lo que esto significa? Ni más ni menos que una nueva aristocracia, la de los obreros de las fábricas y las ciudades, y la exclusión de millones de proletarios del campo que, según las previsiones de los señores demócratas socialistas de Alemania, se convertirán propiamente en los sujetos de su gran Estado autodenominado popular. Clase, poder, Estado son tres términos inseparables cada uno de los cuales supone necesariamente los otros dos, y que conjuntamente se resumen en estas palabras: la sujeción política y la explotación económica de las masas.
Los marxianos piensan que del mismo modo que en el pasado siglo la clase burguesa destronó a la clase aristocrática para ocupar su lugar y absorberla lentamente, compartiendo con ella la dominación y la explotación de los trabajadores, tanto de la ciudad como del campo, el proletariado de las ciudades está hoy destinado a destronar a la clase burguesa, a absorberla y a compartir con ella el dominio y la explotación del proletariado del campo, parias de la historia, hasta que se rebelen y destruyan todas las clases, todos los poderes y, en una palabra, todos los Estados.
Ellos no rechazan de modo absoluto nuestro programa. Sólo nos reprochan nuestro apresuramiento, nuestra pretensión de superar la lenta marcha de la historia y nuestra ignorancia de la ley positiva de las evoluciones sucesivas. Después de tener el coraje típicamente alemán de proclamar, en sus obras consagradas al análisis filosófico del pasado, que la sangrienta derrota de los campesinos alemanes rebeldes y el triunfo de los Estados despóticos del siglo XVI constituyeron un gran progreso revolucionario, hoy se contentan con el establecimiento de un nuevo despotismo supuestamente favorable a los obreros de las ciudades y en detrimento de los trabajadores del campo.
Este es el verdadero significado de las candidaturas obreras en los parlamentos del los Estados existentes, y de la conquista del poder político por la clase obrera. Pero, incluso desde el punto de vista exclusivo del proletariado urbano, en cuyo provecho exclusivo afirman pretender ampararse del poder político, ¿acaso no está claro que la naturaleza popular de este poder no pasará de ser una ficción? Evidentemente será imposible que centenares o decenas de millares, qué digo, millares de hombres puedan efectivamente ejercer este poder. Deberán ejercerlo necesariamente por delegación, es decir, confiarlo a un grupo de hombres elegidos por ellos mismos para representarlos y gobernarlos, lo que les llevará inevitablemente a recaer en todas las mentiras y vilezas del régimen representativo o burgués. Tras un breve espacio de tiempo de libertad o de orgía revolucionaria, los ciudadanos de este nuevo Estado se despertarán esclavos, juguetes y víctimas de los nuevos ambiciosos.
Se puede entender cómo y por que unos políticos hábiles se apegan apasionadamente a un programa que abre un horizonte tan amplio a su ambición; pero que unos trabajadores serios, que llevan en s corazón como una llama viva el sentimiento de solidaridad con sus compañeros de esclavitud y miseria en el mundo entero, y que no pretenden emanciparse en detrimento de todos, sino en beneficio de todos, para ser libres con todos y no para convertirse en nuevos tiranos; unos trabajadores de buena fe, puedan dejarse engañar con un programa así, es mucho más difícil de entender.
Tengo la absoluta certeza de que dentro de pocos años, los propios obreros alemanes, se darán cuenta de las fatales consecuencias de una teoría que solamente puede beneficiar a sus ambiciosos jefes burgueses, o a unos cuantos raros obreros que tratan de subirse a sus espaldas para, a su vez, convertirse en burgueses dominantes y explotadores, los rechazarán con desprecio y con rabia, y que adoptarán con la misma pasión que los hacen hoy los obreros de los grandes países meridionales, Francia, España, Italia, así como los obreros holandeses y belgas, el verdadero programa de la emancipación obrera, el de la destrucción de los Estados.
Mientras tanto, reconocemos su derecho a tomar el camino que les parezca mejor, en la medida en que nos dejen a nosotros la misma libertad. Admitimos que es muy posible que debido a su historia, a su naturaleza particular, al estado de su civilización y a su situación actual, no les quede otro camino. Que los trabajadores alemanes, americanos e ingleses traten de conquistar el poder político, si quieren. Pero que dejen que los trabajadores de otros países avancen con la misma energía hacia la destrucción de todos los poderes políticos. La libertad para todos y el respeto mutuo de esta libertad, como ya he dicho, son las condiciones esenciales de la solidaridad internacional.
Pero al señor Marx no le importa nada esta solidaridad, ya que no reconoce nuestra libertad. Para fundamentar su rechazo tiene una teoría muy especial, que no es otra cosa que una consecuencia lógica de todo su sistema. El Estado político de cada país, afirma, es siempre el producto y la fiel expresión de su situación económica; para cambiarlo, sólo se necesita cambiar esta última. Según Marx, ahí reside el secreto de las evoluciones históricas. No tiene en cuenta a los demás elementos de la historia, tales como la influencia, sin embargo evidente, de las instituciones políticas, jurídicas y religiosas sobre la situación económica. Afirma que “la miseria produce la esclavitud política, el Estado”, pero no tolera que se le dé la vuelta a esta frase y que se diga: “la esclavitud política, el Estado, reproduce a su vez y mantiene la miseria, como una condición de su existencia; de modo que, para destruir la miseria es preciso destruir el Estado”. Y, cosa extraña, él, que prohíbe a sus adversarios considerar la esclavitud política, el Estado, como una causa actual de la miseria, les pide a sus amigos y discípulos del Partido de la democracia socialista alemana que consideren la conquista del poder y de las libertades políticas como la condición previa, absolutamente necesaria, de la emancipación económica.
Asimismo, el señor Marx ignora totalmente un elemento extraordinariamente importante en el desarrollo histórico de la humanidad: el temperamento y el carácter particulares de cada raza y de cada pueblo, temperamento y carácter que son, naturalmente, el resultado de una multitud de causas etnográficas, climatológicas y económicas, tanto como históricas, pero que, una vez dadas, ejercen, incluso al margen e independientemente de las condiciones económicas de cada país, una influencia considerable sobre sus destinos y también sobre el desarrollo de sus fuerzas económicas. Entre estos elementos y estos rasgos por así decir naturales, hay uno que es completamente decisivo en la historia particular de cada pueblo: la intensidad del instinto de rebeldía y consiguientemente de libertad de que está dotado o que ha conservado. Este instinto es un hecho absolutamente primordial, animal; se encuentra en diferentes niveles en todos los seres vivos, y la energía, la fuerza vital de cada uno de ellos se mide de acuerdo con dicha intensidad. En el hombre, este instinto, justamente con la necesidad económica, constituye uno de los agentes más poderosos de la emancipación humana. Y como se trata de una cuestión de temperamento, no de cultura intelectual o moral, aunque ordinariamente vaya acompañado de una y otra, ocurre a veces que pueblos muy civilizados sólo lo poseen en muy escasa medida, debido a que se ha agotado en su desarrollo anterior, a que la propia naturaleza de una civilización lo ha depravado, o a que desde el principio mismo de su historia, ya no estaban tan bien dotados como otros pueblos.
En un escrito anterior, he intentado demostrar que éste es precisamente el caso de la nación alemana. Esta nación posee otras cualidades mucho más sólidas, que hacen de ella una nación respetable: es trabajadora, ahorrativa, razonable, estudiosa, reflexiva, erudita, lógica y respetuosa de la disciplina jerárquica y al mismo tiempo está dotada de una considerable fuerza expansiva; los alemanes, poco apegados a su propio país, van a buscar medios de existencia por todas partes y, como ya he dicho, adoptan fácilmente, aunque no siempre felizmente, los hábitos y costumbres de los países en los que se establecen. Pero junto a tantas virtudes indiscutibles, les falta una: el amor a la libertad, el instinto de rebeldía. Es el pueblo mas resignado y obediente del mundo. Tienen, además, otro grave defecto: u espíritu de acaparamiento, de absorción sistemática y lenta, de dominación, y ello les convierte, sobre todo en el momento actual, en la nación más peligrosa para la libertad del mundo.
Así ha sido en el pasado y así es todavía hoy la Alemania noble y burguesa. ¿Se habrá solidarizado el proletariado alemán, victima secular de una y otra, con el espíritu de conquista que actualmente se manifiesta en las regiones superiores de esta nación? Seguramente, no. Pues un pueblo conquistador es necesariamente un pueblo esclavo, y el esclavo es siempre el mismo. La conquista se opone, pues, a sus intereses y a su libertad. Pero en su imaginación quizá si se ha solidarizado con ellas, solidaridad que perdurará hasta que se dé cuenta de que este Estado pangermánico, republicano y popular que le prometen para un futuro más o menos lejano, no será otra cosa, si es que llega a concretarse alguna vez, que una nueva forma de esclavitud.
Hasta ahora, al menos, no parece haberse dado cuenta de ello, y ninguno de sus jefes, de sus oradores, de sus propagandistas, se ha molestado en explicárselo. Al contrario, todos ellos tratan de arrastrarlo por un camino en el que sólo encontrará la animadversión del mundo y su propio servilismo; mientras obedezca a su dirección, perseguirá ciertamente esta horrible ilusión del Estado popular, pero no tendrá la iniciativa de la revolución social. Esta revolución consistirá en la expropiación sucesiva o violenta de los propietarios y de los capitalistas actuales, y en la apropiación de la tierra y del capital por parte del Estado, que, para poder cumplir su gran misión económica y política, deberá ser necesariamente grande, poderoso y concentrado. El Estado administrará y dirigirá el cultivo de la tierra por medio de sus ingenieros asalariados y para ello controlará a verdaderos ejércitos de trabajadores rurales, organizados y disciplinados. Al mismo tiempo, sobre las ruinas de todos los bancos existentes, erigirá un banco único, comanditario de todo el trabajo y de todo el comercio nacional.
Es concebible que a simple vista un plan de organización tan sencillo, en apariencia, al menos, pueda seducir la imaginación de obreros más ávidos de justicia y de igualdad que de libertad, que se imaginan locamente que una y otra pueden existir sin libertad, como si, para conquistar la justicia y consolidar la igualdad, bastase el apoyo de unos gobernantes, por muy controlados y elegidos por el pueblo que pretendan estar. En realidad, para el proletariado, sería un régimen de caserna, en el que la masa uniformada de los trabajadores y trabajadoras se levantaría, trabajaría, se acostaría y viviría a ritmo de tambor; para los astutos y los sabios, el privilegio del gobierno; y para los judíos, engolosinados por la inmensidad de las especulaciones internacionales de las bancas nacionales, un vasto campo de tejemanejes lucrativos.
En el interior de la esclavitud, en el exterior la guerra sin cuartel, a menos que los pueblos de las razas “inferiores”, latina y eslava, una fatigada de la civilización burguesa y la otra ignorándola o despreciándola instintivamente, se resignasen a someterse al yugo de una nación esencialmente burguesa y de un Estado tanto más despótico cuanto más popular se llame.
La revolución social que se representan, desean y esperan los trabajadores latinos y eslavos es infinitamente más amplia que la que les promete el programa alemán o marxiano. Para ellos no se trata solamente de la emancipación parsimoniosamente medida y realizada a largo plazo de la clase obrera, sino de la emancipación completa y real de todo el proletariado, y no sólo de algunos países, sino de todas las naciones, civilizadas y no civilizadas; de una nueva civilización, francamente popular, que se inaugurará con este acto de emancipación universal. La primera consigna de esta emancipación no puede ser otra que la libertad, pero no esa libertad política, burguesa, preconizada y recomendada como un objeto de conquista previa por el señor Marx y sus partidarios, sino la gran libertad humana que, destruyendo todas las cadenas dogmáticas, metafísicas, políticas y jurídicas que asolan hoy al mundo entero, dotará al mundo, tanto a los individuos como a las colectividades, de la plena autonomía de sus movimientos y de su desarrollo, librándole una vez por todas de todos los inspectores, tutores y directores que la fiscalizan.
La segunda consigna de esta emancipación es la solidaridad; no la solidaridad marxiana, organizada de arriba abajo por un gobierno cualesquiera e impuesta por la astucia o por la fuerza a las masas populares; no esta solidaridad de todos que es la negación de la libertad de cada uno, y que por esta misma razón se convierte en un engaño, en una ficción que encubre una real esclavitud; sino la solidaridad que es la confirmación y la realización de toda libertad y que no bebe en las fuentes de una determinada ley política, sino en la propia naturaleza colectiva del hombre, en virtud de la cual ningún hombre puede considerarse libre si todos los hombres que le rodean, y que ejercen una influencia directa o indirecta sobre su vida, no lo son también. Esta verdad está magníficamente expresada en los Derechos del hombre redactados por Robespierre, que proclaman que la esclavitud del último de los hombres es la esclavitud de todos.
La solidaridad que nosotros exigimos, lejos de ser el resultado de una organización artificial o autoritaria, debe ser el producto espontáneo de la vida social, tanto económica como moral; el resultado de la libre federación de los intereses, aspiraciones y tendencias comunes. Sus bases esenciales son la igualdad, el trabajo colectivo, que será obligatorio para todos no por la fuerza de la ley sino por la fuerza de las cosas, y la propiedad colectiva; su luz orientadora será la experiencia, es decir, la práctica de la vida colectiva, y la ciencia; y su finalidad será la constitución de la humanidad, y por consiguiente, la destrucción de todos los Estados.
Este es el único ideal, ni divino ni metafísico, sino humano y práctico, que corresponde a las aspiraciones modernas de los pueblos latinos y eslavos. Estos pueblos quieren toda la libertad, toda la solidaridad, toda la igualdad; en una palabra, lo que quieren es la humanidad, y no se conformarán con menos de esto, ni siquiera a título provisional y transitorio. Los marxianos tacharán sus aspiraciones de locuras, ya hace tiempo que lo hacen, pero esto no les apartará de su objetivo ni les llevará a abandonar la magnificencia del mismo a cambio de la pobreza burguesa del socialismo marxiano.
La insurrección comunalista de París, ha inaugurado la revolución social. La importancia de esta revolución no se encuentra propiamente en los débiles ensayos que ha tenido la oportunidad y el tiempo de llevar a cabo, sino en la ideas que ha removido, en la luz viva que ha lanzado sobre la verdadera naturaleza y sobre la finalidad de la revolución, en las esperanzas que ha suscitado, y en la poderosa conmoción que ha producido en el seno de las masas populares de todos los países, sobre todo en Italia, cuyo despertar popular data de esta insurrección cuyo rasgo principal ha sido la rebelión de la Comuna y de las asociaciones obreras contra el Estado. Con esta insurrección, Francia ha recuperado de repente su rango y la capital de la revolución mundial, París, ha recuperado su gloriosa iniciativa, ante las barbas y bajo los cañones de los alemanes bismarckianos.
El efecto de esta revolución ha sido tan formidable que los mismos marxianos, cuyas ideas se habían visto impugnadas por esta insurrección, se han visto obligados a saludarla. Todavía han sido más allá: oponiéndose a la lógica más simple y a sus sentimientos más verdaderos, han proclamado que su programa y sus objetivos coincidían con los de esta revolución. Ha sido una interpretación realmente divertida, pero forzada. Se han visto obligados a hacerlo, so pena de verse desbordados y abandonados por todos, dado lo poderosa que había sido la pasión provocada en todo el mundo por esta revolución.
Hay que admirar el coraje y la habilidad del señor Marx quien, dos meses después, tuvo la audacia de convocar una Conferencia de la Internacional en Londres para presentar su pobre programa. Esta audacia se explica por dos hechos. En primer lugar, el París popular había sido diezmado, y toda la Francia revolucionaria, con muy escasas excepciones, estaba momentáneamente reducida al silencio. Y en segundo lugar, la gran mayoría de franceses que asistieron a la Conferencia de Londres eran blanquistas, y creo haber expuesto ya las causas que impulsaron a los blanquistas a buscar la alianza del señor Marx, el cual, en vez de encontrar en estos representantes autoritarios de la Comuna, a sus adversarios, encontró en ellos un fuerte apoyo.
También es conocida la chapuza que fue esta Conferencia; estaba compuesta por los amigos íntimos del señor Marx, cuidadosamente elegidos por él mismo, y por unos cuantos ingenuos. La Conferencia votó todo lo que se propuso, y el programa marxiano, transformado en verdad oficial, se vio confirmado como principio obligatorio a toda la Internacional.
Pero desde el mismo momento en que la Internacional admitía la existencia de una verdad oficial, necesitaba de un gobierno para mantenerla. Esta fue la segunda propuesta del señor Marx; fue aprobada como la primera. Desde este momento, la Internacional estaba encadenada al pensamiento y a la voluntad del dictador alemán. Se le otorgó derecho de censor sobre todos los periódicos y todas las secciones de la Internacional. Se admitió la urgente necesidad de establecer una correspondencia secreta entre el Consejo general y los consejos regionales; se le concedió también el derecho de enviar agentes secretos a todos los países, para intrigar a su favor y provocar la desorganización en provecho del señor Marx; en pocas palabras, fue investido de un poder secreto total.
Para garantizarse el tranquilo disfrute de tanto poder, el señor Marx creyó necesario adoptar otra medida. Le era necesario a todo precio desacreditar ante la opinión pública a los adversarios de su dictadura, y me hizo a mi el honor de concederme el primer lugar en este aspecto. Por ello, adoptó la heroica resolución de destruirme, por lo que llamó a su pequeño comparsa y compatriota Outine, que se encontraba en Ginebra. El señor Outine, que no estaba investido con ninguna delegación oficial parece haber venido a Londres exclusivamente para verter contra mí, en plena Conferencia, toda clase de infamias y horrores. Todavía no sé exactamente lo que dijo, pero puedo imaginármelo por el siguiente hecho. El ciudadano Anselmo Lorenzo Asprillo, delegado de la federación española, fue preguntado por unos amigos míos a su vuelta de Londres, y eso fue lo que les escribió:
“Si Outine ha dicho la verdad, Bakunin es un infame; si ha mentido, Outine es un calumniador.”
Observe que todo esto ha pasado sin que yo me enterase, pues sólo he tenido conocimiento de estos hechos por esta respuesta de Anselmo Lorenzo, que sólo me llegó durante el mes de abril o mayo.
Finalmente, una circular del Consejo general, transformado en gobierno oficial, informó a la estupefacta Internacional del golpe de Estado que acababa de sufrir.
Pienso que el señor Marx, engreído por su triunfo, demasiado fácil para ser sólido, y el poder dictatorial con que se había visto investido, llevó su ceguera hasta el extremo de no prever la terrible tempestad que su golpe de Estado iba a provocar en las regiones independientes de la Internacional. A la federación del Jura le cabe el honor de haber iniciado la primera rebelión.
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