Es
difícil escribir sobre el coronavirus desde Madrid, una de las ciudades
que más se ha visto afectada del mundo. El número de fallecidos, tan
solo en la región, es más alto que en toda China. Los medios y los
gobernantes nos dicen que la situación mejora lentamente, pero cientos
de personas siguen muriendo cada día. Vecinos y vecinas que conocía de
mi barrio han fallecido. Otras personas están gravemente enfermas,
incluyendo compañeros del sindicato. Es muy duro. Todo el mundo quiere
que esto pase.
La
sensación de aislamiento y la frustración abundan en la cuarentena.
Niños y niñas llevan más de un mes sin pisar la calle. Su estrés y su
ansiedad se somatizan de diferentes maneras. Sobre todo los más
chiquitines y las más chiquitinas, que no pueden entender lo que está
pasando. Pero el confinamiento se impone de manera estricta y no se
hacen excepciones. Para muchas familias, en alojamientos compartidos y
atestados o con malas condiciones sanitarias, lo situación es aún peor.
Es realmente duro. Queremos, de verdad, que esto pase.
Muchos
empleos y medios de vida se han esfumado. Más de tres millones de
trabajadores y trabajadoras han sufrido un ERTE en España y 800.000
puestos de trabajo han sido destruidos, sólo en marzo. Sectores
cruciales para la economía (turismo, hostelería…) están arrasados y las
previsiones son descorazonadoras. El panorama es muy similar en todo el
globo. Va a ser aún más duro y no parece que vaya a pasar pronto.
Mientras
tanto, el resto de los problemas a los que se enfrentaban nuestras
sociedades, antes de la crisis actual, siguen ahí. La desigualdad, la
pobreza y la explotación se imponen por todo el mundo, los regímenes
autoritarios y el populismo xenófobo no desaparecen, y el calentamiento
global y sus consecuencias siguen acelerándose.
Cuando
esto pase, cuando el Covid-19 se haya ido al fin, tendremos que
ponernos manos a la obra para arreglar este mundo injusto. La situación
que vivimos, esta experiencia colectiva, es una llamada de atención, un
revulsivo. Ahora es evidente que ignorar o no prestar atención a todos
esos problemas globales tiene consecuencias nefastas. Podemos
esforzarnos por todos los medios en no pensar en ellos, en seguir con
nuestras vidas como si no pasara nada. Pero antes o después se colarán
en nuestra casa por la puerta de atrás.
No
se va a volver a la normalidad. No deberíamos volver a la normalidad. A
creer que el estado y los políticos (cualquier estado, cualquier
político) nos van a mantener a salvo, porque es innegable que no lo
hacen. Ni a tragarnos toda esa patraña liberal de una economía que crece
eternamente, porque la evidencia
demuestra que no es verdad. Ni a vender diariamente nuestras vidas, en
trabajos sin sentido durante horas sin fin. Ni a renunciar a nuestra
capacidad de decisión colectiva y delegarla a unos burócratas elegidos
en las urnas…
El
miedo es todopoderoso y las pandemias dan miedo. Es probable que muchas
personas estén dispuestas a renunciar a derechos y libertades,
esperanzas y anhelos, a cambio de una promesa de seguridad y salud. Pero
la única manera de vencer al miedo es la confianza. Confianza en
nosotras mismas, en nuestra fuerza colectiva, en el apoyo mutuo y en el
compañerismo, en la solidaridad…Para que ese compañerismo y esa
solidaridad sean eficaces, para que iluminen nuestras vidas y para poder
aprovecharlos de manera eficaz para abordar los asuntos candentes a
nivel global, necesitamos crear potentes organizaciones desde las que
coordinarnos. Pueden ser sindicatos autogestionados, asociaciones de
inquilinos, grupos contra los recortes sociales y la austeridad,
campañas de ecologismo radical, colectivos feministas u otros
cualesquiera. Todos ellos, y muchos más, son necesarios para llevar a
cabo la transformación, a escala revolucionaria, que necesitamos. ¡Sólo
el pueblo salva al pueblo!
Por todo ello, no vuelvas, no volvamos a la normalidad. Esta vez, activémonos y empecemos a militar.
Miguel Pérez, secretario de CIT
1.- Vigilancia y regímenes autoritarios
En
las últimas décadas, ha aumentado el número de regímenes autoritarios
que combinan poca o ninguna libertad política con un capitalismo de
mercado salvaje. Sin duda, el paradigma en este sentido es China, pero
hay muchos otros, como Rusia, Turquía, Arabia Saudí, etc. Al mismo
tiempo, el populismo conservador ha ido en aumento prácticamente en
todas partes. No sólo en los países desarrollados, donde la excusa de la
inmigración se ha utilizado a menudo para justificar un viraje más
amplio a la derecha del espectro político, sino también en lugares como
la India.
Mientras
tanto, la vigilancia a ciudadanos y consumidores por parte del Estado y
de muchas empresas se ha vuelto algo habitual en todo el mundo.
Ahora,
la crisis del coronavirus ha dado otra vuelta de tuerca a estos
desarrollos. Es evidente que la capacidad de detener la propagación de
la enfermedad ha sido muy diferente de unos países a otros.
Probablemente, ninguno haya tenido tanto éxito como Corea del Sur, pero
parece que a China tampoco le ha ido mal, teniendo en cuenta las
circunstancias e incluso considerando que el nivel de manipulación de
las cifras oficiales puede ser muy alto. Por el contrario, Italia,
España y Estados Unidos parecen ir a la zaga y han experimentado números
de muertes mucho mayores que en cualquier otro lugar del mundo.
Es
posible que haya muchos motivos para explicar estas diferencias, y cada
caso es único. No es este el ámbito adecuado para hacer una discusión
en profundidad de esta diferencia. Sin embargo, se puede decir con
certeza que muchas personas considerarán que la vigilancia y el control
que algunos estados asiáticos mantienen sobre sus ciudadanos han sido
una de las principales razones en este éxito. También el hecho de que un
gobierno autoritario, como el chino, haya podido tomar rápidamente
medidas de confinamiento más severas al principio del brote y hacerlas
cumplir sin oposición.
Es
de temer que, en general, un resultado probable de la crisis sanitaria
sea una aceptación generalizada de regímenes más autoritarios y,
ciertamente, de una mayor vigilancia estatal. Ya hay voces que apuntan
en esa dirección. El uso que las autoridades surcoreanas han hecho del
reconocimiento facial, las aplicaciones de rastreo, los registros de
teléfonos móviles, etc., para localizar a las personas infectadas,
seguramente hará que muchas personas consideren estas actuaciones más
aceptables en un futuro próximo. Después de todo, cuando la propia vida
está en juego, toda discusión es ociosa y el miedo es una motivación muy
poderosa.
Pero
estas herramientas de vigilancia son también una parte fundamental los
regímenes autoritarios modernos (otra es la lamentablemente
archiconocida represión física de oponentes). Si consideramos todo esto
con un trasfondo de políticos nacionalistas creciditos, populistas
xenófobos y conservadores estridentes, dictadores pseudo-comunistas o
gobiernos teocráticos, la mezcla es explosiva y puede estallar en
cualquier momento.
Parece
que tendremos alguna lección que aprender de los manifestantes de Hong
Kong, sobre cómo mantener nuestros movimientos seguros frente a la
vigilancia masiva y a la represión del Estado.
2.- Pagar para seguir igual
No
hay duda de que la actual crisis sanitaria va a dejar la economía
mundial para el arrastre. Ya lo ha hecho hasta cierto punto, pero en los
próximos meses este impacto se hará notar mucho más. Las cifras son
bien conocidas, no hay necesidad de repetirlas ahora, pero resultan
apabullantes. Se prevé un panorama asolador. La verdad es que no hace
falta tener un Nobel en economía para concluir que millones de
desempleados y desempleadas en todo el globo, junto con empresas en
quiebra, pueden generar rápidamente una debacle para bancos, mercados de
valores y para el mundo financiero en general.
En
la estela de la recesión de 2008, una panorámica así resulta aterradora
para quienes nos gobiernan. Tanto es así, que muchos de ellos se han
mostrado dispuestos a arriesgar la vida de sus ciudadanos con tal de no
parar la economía. Ahí están Estados Unidos, Reino Unido, etc. Una vez
que esto se ha demostrado inviable, todos se han apresurado a tirar de
chequera y sacar de la nada unos paquetes de estímulo billonarios. El
mismo dinero que no estaba disponible durante estos últimos años de
recortes y de austeridad, se ha materializado de repente y ya se puede
repartir a manos llenas. Nuestras compañeras y nuestros compañeros de
USI-Italia ya han señalado el efecto que han tenido los recortes en el
sistema de salud de su país y sus repercusiones en la crisis actual
(https://www.icl-cit.org/italy-statement-by-usi-cit-health-workers/).
Seguramente, algo similar podría decirse de cualquier otro país.
Esto
ya lo hemos vivido. Tras la crisis financiera de 2008, a la vez que
abundaban los discursos que pedían reformar el capitalismo, se
utilizaron miles de millones para rescatar bancos y grandes empresas.
Sin embargo, las declaraciones cayeron rápidamente en el olvido, los
dueños de las grandes empresas se embolsaron el dinero, no dieron ni las
gracias, y luego se las ingeniaron para que fuesen trabajadores y
trabajadoras quienes
asumieran las consecuencias de sus rescates, mediante recortes y
austeridad. Al final no cambió nada, excepto que las condiciones
laborales y de vida de las personas trabajadoras empeoraron
notablemente.
Es
de prever que, ahora, todos esos miles de millones en paquetes de
estímulos se vayan a destinar a que el petróleo siga fluyendo, los
aviones volando, los coches circulando, los barcos navegando, las
centrales eléctricas quemando carbón, los ganaderos talando la selva,
las fábricas produciendo bobadas baratas de plástico para Halloween y
Navidad, las maquilas confeccionando prendas de moda, los gigantes
tecnológicos lanzando sus nuevos chismes… como hasta ahora.
De
hecho, ese es el plan. La intención es volver al estado anterior de
cosas lo más rápido posible, hacer como si el coronavirus nunca hubiese
ocurrido y seguir adelante sin prestar atención a todos esos otros
problemas que siguen asolando el globo. Pero si algo ha demostrado esta
pandemia es que, aunque nuestras sociedades son muy buenas en hacerse
las locas y las sordas frente a los problemas, este enfoque no funciona
realmente. Ir cada uno y cada una a lo suyo, ocuparse solo de los
quehaceres diarios y tener fe en que expertos y políticos nos van a
mantener a salvo no es una estrategia viable. Obviamente, nunca lo fue,
pero ya nadie puede negarlo. Esta crisis sanitaria es una llamada de
atención ensordecedora, que debe servir para darnos cuenta de que
estamos de mierda hasta el cuello.
3.- Pagar para tener otra crisis
Hay
quien ha señalado que la crisis del coronavirus está resultando
beneficiosa para el medio ambiente. Los niveles de contaminación han
caído a mínimos históricos y animales y plantas están recuperando
espacios naturales, ahora abandonados por los seres humanos durante la
cuarentena. Sin embargo, incluso si hubiese alguien dispuesto a
considerar que esto son buenas noticias, teniendo en cuenta la enorme
crisis humanitaria que estamos viviendo, es más que probable que estos
efectos sean de corta duración. De hecho, el resultado final puede ser
incluso peor para el medio ambiente.
Por
un lado, estos cambios son sólo temporales. Por otro, empresas y
gobiernos ya están solicitando que se deroguen muchas medidas de
protección del medio ambiente y que se aparquen los planes de
sostenibilidad anteriores, en aras de la recuperación económica. Esto se
traducirá en nuevas centrales eléctricas a base de carbón, para hacer
llegar energía barata lo antes posible a las fábricas en apuros, en más
plataformas petrolíferas o en combustibles subvencionados para
beneficiar a las líneas aéreas y al transporte marítimo, por mencionar
sólo unas cuantas iniciativas. Incluso teniendo en cuenta la reducción
de la demanda que se pueda producir a raíz de la desaceleración
económica, la crisis sanitaria actual podría ser muy perjudicial para el
medio ambiente.
Sin
embargo, ni el calentamiento global ni la emergencia climática han
frenado su avance. No van a desaparecer solo por el hecho de que estemos
en cuarentena, ocupándonos de otras cosas. El deshielo de los casquetes
polares se sigue acelerando, el nivel del mar no para de subir, ni los
bosques de arder. De hecho, hay estudios que relacionan la reciente
proliferación de pandemias con la intrusión humana en espacios naturales
y con la degradación de estos.
Pero
la emergencia climática no es la única que afecta al planeta en este
momento. La desigualdad económica, la pobreza y la explotación siguen
asolando comunidades enteras en todo el mundo. En su caso, los efectos
de la crisis sanitaria pueden ser devastadores. No sólo porque su acceso
a la atención sanitaria sea limitado, que también. Por ejemplo, los
índices de contagios y de mortalidad por el coronavirus son mucho más
elevados en las comunidades empobrecidas (predominantemente negras) de
Estados Unidos. Pero además, al igual que en crisis económicas
anteriores, es más que probable que el peso de la desaceleración recaiga
sobre la clase obrera global. De Norte a Sudamérica, de Europa a Asia,
hay una misma clase trabajadora que sentirá (ya está sintiendo) los
efectos de la crisis económica.
Si
tomamos como referente al colapso de 2008, es de prever que se perderán
empleos, se reducirán los salarios, aumentarán los desahucios y la
falta de vivienda y las condiciones laborales y de vida empeorarán en
general. Las comunidades más pobres en los países llamados “en
desarrollo” se enfrentan directamente a una posible hambruna, mientras
que en otras partes del mundo se puede generalizar la marginación y la
exclusión social. Mientras tanto, banqueros y empresarios recibirán
generosos paquetes de estímulo gubernamentales, a costa del dinero de
los contribuyentes, y seguramente encontrarán algún mecanismo, legal o
financiero, para echárselo al bolsillo. No es de extrañar que la
desigualdad se haya disparado después de cada crisis económica anterior.
4.- Sólo el pueblo salva al pueblo
Nuestros compañeros y nuestras compañeras de FORA-Argentina lo han dicho bien claro –https://www.icl-cit.org/es/argentina-sobre-el-coronavirus-y-la-clase-trabajadora-.
Que no le den billones de dólares en paquetes de estímulo a nuestros
jefes. ¡Que nos lo den a los trabajadores y a las trabajadoras y ya
cuidaremos de nosotros mismos y de nosotras mismas y de nuestras
comunidades!
Ciertamente,
ante la perspectiva del colapso ecológico y económico, las comunidades
obreras podrían utilizar ese dinero para poner en marcha formas
alternativas de gestión de los recursos, que sirvan a los intereses de
todas las personas y no de los accionistas, que sean respetuosas del
medio ambiente y que erradiquen la desigualdad y la exclusión social.
Llegados a este punto, nadie puede decir que el planeta no necesita
sistemas de salud mejor financiados, vivienda y saneamiento adecuados
para todos y todas, acceso garantizado a la educación, fuentes de
energía ambientalmente sostenibles, condiciones de vida decentes… para
empezar.
Ninguna
de estas cosas se logrará rescatando empresas que se lucran de
contaminar el medio ambiente, de la explotación laboral y que reparten
generosas primas y dividendos. Tampoco dando dinero de manera individual
a consumidores y consumidoras, para que puedan salir a gastar. La
solución adoptada por el gobierno de Trump ante una crisis sistémica
mortal como esta, esa actitud de “aquí tienes, para que te compres algo
bonito”, es el mejor ejemplo de la mentalidad del mercado, que reduce
los problemas sociales a opciones de consumo individuales. Como si
comprar ropa o coches nuevos fueran a hacer desaparecer el virus.
No.
Los problemas sociales y sistémicos requieren soluciones sociales y
sistémicas. Y no habrá ninguna de ellas si los gobiernos se dedican a
verter billones, a manos llenas, para salvar una economía enferma. Ni
directamente ni mediante el fomento del gasto y del consumo. Se
requieren cambios drásticos y duraderos. Tan drásticos que, de hecho,
serían revolucionarios. Una transformación revolucionaria que ningún
estado, gobierno, empresario o político está dispuesto o es capaz de
realizar.
En
los próximos meses y años, nos corresponderá a nosotros, trabajadores, y
a nosotras, trabajadoras, de todo el mundo, imaginar y construir una
solución. Teniendo en cuenta los múltiples problemas que debemos
abordar, podría parecer un empeño destinado al fracaso. Sin embargo,
aunando esfuerzos, construyendo movimientos descentralizados basados en
la solidaridad y en la ayuda mutua y desarrollando organizaciones
fuertes, con vínculos y redes internacionales, no hay nada que la
inteligencia colectiva de cientos de millones de personas no pueda
lograr. Somos una fuerza imparable. Con herramientas a nuestra
disposición para establecer redes, comunicarnos y compartir, no hay nada
que pueda detenernos. Es normal, en la situación actual, que pensar en
el futuro nos abrume y nos preocupe, si consideramos sólo la respuesta
que pueden aportar políticos y empresarios. Por eso somos nosotros los
trabajadores, y nosotras, las trabajadoras, con empleo o en paro,
pensionistas, estudiantes, inmigrantes… quienes podemos trazar
colectivamente el camino a seguir. La única vacuna contra el miedo es la
confianza en nuestra propia habilidad y capacidad.
Sin
embargo, la solidaridad y la ayuda mutua necesitan organizaciones
fuertes para poder ser algo más que actos individuales de bondad, para
convertirse en fuerzas sociales por derecho propio, con un potencial
ilimitado de transformación. La protección del medio ambiente no puede
reducirse a las elecciones personales de consumidores y consumidoras,
como muchas empresas y gobiernos con un barniz verde querrían hacernos
creer. Requiere que potentes grupos ecologistas radicales se pongan
manos a la obra. La igualdad de géneros no se va a lograr solo a base de
aprobar leyes. Es imprescindible un cambio cultural acorde, que sólo
puede venir de la mano de mujeres y hombres que luchen contra el
machismo en su día a día. La xenofobia, el racismo y el nacionalismo
agresivo no van a desaparecer, a menos que los echemos de nuestras
calles.
Por
último, los virus mortales de la desigualdad, la pobreza y la
explotación seguirán dominando el orden internacional, mientras
permitamos que sean las fuerzas de la globalización capitalista las que
lo definan. En este sentido, los sindicatos anarcosindicalistas y
revolucionarios son herramientas a nuestra disposición para luchar y
defender los derechos de trabajadores y trabajadoras. Sin duda, esto
será imprescindible en tiempos de desaceleración económica que se
avecinan, para que la clase trabajadora no se vea obligada, una vez más,
a asumir los costes de la crisis. Pero hay más. También son partes
integrantes esenciales de todo movimiento de transformación social y
económica. Las secciones de los sindicatos revolucionarios en el lugar
de trabajo forman la base desde la cual se puede rediseñar la
producción, para que sirva a las necesidades vitales de las personas.
Son los ladrillos con los que construir una economía que proteja la
vida, nuestras vidas, y no el lucro.
Sólo
el pueblo salva al pueblo. Sólo nosotros mismos y nosotras mismas
podemos salvarnos. Los problemas colectivos y globales que tenemos que
afrontar son muchos y complejos. Por eso, es imprescindible que todo el
mundo se ponga manos a la obra. Ya no se puede seguir mirando a otro
lado. Esta vez hay que activarse y ponerse a militar.
Confederación Internacional del Trabajo
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